De tanto en tanto, vuelvo a los discursos
teóricos, igual como se vuelve a un viejo amor.
Y los re-descubro. Les aprecio
nuevos costados, me dejo convencer, también les peleo un poco. Y los quiero, sobretodo cuando reafirman mi
oficio; el camino que decidí tomar y mi propia mirada antropológica en todo
esto.
A veces, si no siempre; sigo sintiéndome bien
paria, en un mundo de gente necesitada de validaciones, diplomas y esos
menesteres. Y también entre los que no
me comprenden o no quieren.
¿Se puede “hacer” Antropología mientras se
dicta un taller artístico-cultural en un contexto comunitario; pero donde los
objetivos (los míos) planteados son boicoteados tal vez de manera inconsciente
por las mismas Instituciones que finalmente sólo saben asistir para sostener su
vigencia ante la comunidad?
El arte, la tradición y la Antropología se
llevan muy bien (salvo entre rigurosos que prefieren dominar bajo la separación)
¿Pero cómo llevar el mensaje de la belleza, de la creación individual y
colectiva, de incluso hasta los sueños; a espacios donde esto debería ser
comprendido-pero no. Y donde los receptores tienen frío, tienen hambre o tienen
muchas penas y distracciones?
Y entonces se me des-configuran las ideas
respecto del rol de la antropóloga-tallerista-kamishibaiya.
Pienso-pienso mucho. Y macero las ideas…
Salimos con Guillo a comprar cosas
dulces. Él siempre elige con azúcar
impalpable. Yo por precaución elijo “sin”.
Pero Guillo con destreza acumulada rara vez se ensucia y apenas deja ver
unos diminutos bigotes blancos.
“Se va haciendo la experiencia”-me digo…
Y si.
El trabajo, la mirada constante en el ir y
venir del propio quehacer, la gran gota de gusto por lo que se hace (¿porque si
no hay gusto que hay entonces?), construir un discurso claro, apoyarse en
nuevos y viejos saberes (formales y no formales), volver a empezar cuando sea
necesario, más gotas de gusto por lo que se hace, no rechazar nada y no
aceptarlo todo.
“Hacer-se en la experiencia” aprendiendo
todos los días hasta el último día.